El erotismo da miedo porque se lleva las palma en el exceso, se abre en la superabundancia y en lo

El erotismo da miedo porque se lleva las palma en el exceso, se abre en la superabundancia y en lo
"El erotismo da miedo porque se lleva las palma en el exceso, se abre en la superabundancia y en lo ilimitado. Eleva el instinto a categoría de un arte de amor, y por lo tanto de vivir". (Sophie Chauveau)

martes, 29 de enero de 2013

Sitios de antaño

A veces hemos ocupado sitios en el mundo en otros brazos, que, por pretéritos, recordamos con dulzura, y evocamos otra vez la pasión que otrora se nos antojaba sería infinita, y que hoy son el sedimento en nuestra memoria de bellas notas de papel que fueron escritas en aquel momento.
Cartas de adolescente, notitas furtivas describiendo las sensaciones recién descubiertas en la efervescencia del camino hacia la edad adulta... 
Esos que nos han acompañado en nuestro viaje por la sensualidad, el erotismo, el morbo, el despertar al sexo, el despertar al amor, que protagonizaron tantas "primeras veces" como rincones tiene la piel por explorar... Todos esos sedimentos de la memoria afloran de cuando en vez, en forma de cartas rescatadas del olvido: 

Reencuentro: volver a navegar juntos


Tus manos en mi piel se multiplican como magia...


Cada kilómetro que le acercaba más a él acrecentaba su cosquilleo interno, esa sensación aguda y punzante en su centro más exacto, donde él se quedaba prendido cada vez que se entrelazaban.

Avanzaba hacia él, y sentía un deseo que quemaba cada poro de su piel y le hacía arder la respiración, aumentando a medida que se acortaba el trayecto.

.- Te voy a desnudar y te haré el amor antes de que pases el umbral de la puerta; - le había prometido él.

Sabía que sería así; jamás había salido una promesa de placer de sus labios que no hubiera cumplido fervientemente. Era como un credo para ella, un dogma que no se permitía jamás ni siquiera cuestionar, pues la fe que él le había enseñado a tener en la delicia de sus encuentros, día a día, noche tras noche, lo había convertido en una acto incuestionable: jamás dejaría de ser el acto más pasional y vehemente que había concebido ella con un hombre.



Se encontraron en la calle.
No era el umbral de su puerta; en la calle.
Él caminaba hacía ella, y ella ya había vuelto al estado natural en que se encontraba cada vez que volvían a verse “por fin”: observándole caminar, cada paso seguro, la caída de sus brazos al ritmo de sus pasos, esa cadencia al andar que le daba ese aire tan masculino, tan encantador y seductor de forma casi inconsciente para él, pero tan insoportablemente irresistible para ella.
Y su sonrisa, la sonrisa que le dedicó en cuanto la vio.
Esa sonrisa arrebatadora.
Y volvieron las mariposas al estómago de ella, y volvieron las imágenes que había recreado de él y ella esa noche que ya empezaba a materializarse.

Le acompañaba su hermano, y avanzaban los dos hacia ella, adelantándose él para recibirla.
En cuanto estuvo a menos de un latido de ella, se abalanzó para sujetarla por la cintura, abarcándola casi en toda su extensión con su brazo, de ese modo que sólo él sabía hacer, haciéndole sentir un estado de posesión tan natural como deseado a ella, la miró a los ojos por una fracción de segundo, diciéndole todo lo que no podía pronunciar en voz alta con sus ojos, saludándola, recibiéndola, contándole que él también estaba ahora por fin feliz de volver a estar juntos.
Y la besó. Avalanzó sus labios sobre los de ella, los apretó con fuerza contra los suyos, entreabrió la boca para darle un poco más de calor a ese beso que pretendía ser leve y calmado por estar en la calle y ante su hermano, y la acercó todavía más contra él con el brazo que la rodeaba.
Ella elevó sus manos hasta sus hombros, haciendo un ejercicio interior de total autocontrol para no mostrar demasiado en su cara todas las ansias, todo el deseo contenido, hasta llegado el momento.

Y se separaron con naturalidad, ella saludó a su hermano, enfilaron el portal que les llevaba a casa.
Conversación convencional mientras avanzaban por las escaleras, palabras banales por una mente ocupada por demasiados pensamientos fugaces que no podían todavía tener lugar, pero estaban muy próximos.

El hermano se despidió de ellos una vez llegó a su piso, el anterior a de él, y continuaron por las escaleras hacia “casa”.
A ella le gusta pensar en ese lugar como “casa”, porque sólo allí, con él, a solas, de día o de noche, haciendo el amor o preparando un plato de pasta, se siente como en casa. Ya ni en ningún otro lugar consigue sentirse con esa total sensación de calma y comodidad, porque ya en ningún sitio está su lugar sino con él.

Y por fín en casa.
De las mil y una virtudes que él reúne, y que a ella la deslumbran, y la enamoran siguiendo el ritual de una hormiguita, poco a poco, día a día, él eligió sacar la de su caballerosidad a relucir, cargando su bolsa de viaje e incluso su bolso, hasta llegar arriba.
Cada uno de sus gestos, como ese, hacían de él un hombre hecho, nacido, y pensado para ella; nada podía sacarla de ese pensamiento.

Entraron a casa, dejó él las cosas de ella en la mesa de la cocina, alejándose de ella, que permaneció en la puerta, ya cerrándola, mientras él desaparecía detrás de la pared que ocultaba la cocina.
Pero volvió a aparecer desde ahí, ella seguía inmóvil junto a la puerta, mirándole, anticipando en su cabeza el siguiente movimiento que haría.
Lo único que sabía es que lo haría en dirección hacia él.
Pero él acortó la evolución de sus pensamientos, levantó la mirada, cambió su gesto serio habitual por una sonrisa dulce otra vez, arrebatadora otra vez, y avanzó hacia ella, hacia la puerta de la entrada, con un beso profundo asomándole en los labios.

La cogió de la cintura, estampó su boca en la suya, y comenzó a hacer realidad sus promesas de esa tarde.



Sus lenguas se entrelazaban en un continuo ir venir dentro de sus bocas, como saludándose, como reconociéndose después de varios días sin poder saborearse, y sus cuerpos se balanceaban al ritmo de los besos, con ese vaivén inconsciente que produce la excitación y el placer de besar a quien tanto se desea.

Las manos iban por libre, no atendían a ningún juicio ni razonamiento. Las de ella están hechas para sentirle a él la piel, y exploraban, navegaban y grababan a fuego en la mente de ella la calidez de su cuerpo, para que quedase el recuerdo, como siempre, hasta el próximo encuentro. Las deslizaba por su nuca, sujetaba el pelo de él, corto y suave, incrustando los dedos en él, y sintiendo como se le escurría entre ellos. Las descendía, le sujetaba la cara para seguir recibiendo sus besos, esos besos que sólo él le había sabido dar.
Besos que prometen el cielo en cada unión de los labios; labios que juegan, queman y acarician los suyos, antesala de su lengua; lengua que la invade a ella en su boca, inundándola con su humedad, su movimiento y su sabor, en la misma proporción en que el deseo de ella aumente e invade su mente.

Las manos de él, diseñadas, creadas para hacerla desfallecer a ella de placer, la sujetan con fuerza, la palpan, la acarician, la invaden, la exploran, la aprietan, la vuelven a liberar, la marcan con su calor, le invitan a  entregarse a quien no es otro que el dueño de todas sus sensaciones.
La sujetan por la cintura, bajan hasta su cadera, vuelven a su pecho, aprietan su espalda, y regresan a su cintura.
Dibujan su pecho con los dedos por encima de la camisa, se desesperan en su contacto con la tela, y le arrancan la camisa, lanzándola al suelo, igual que se tira con rabia algo que impide tener totalmente aquello que se desea.

Ahora ella siente sus manos en su espalda,  que con un simple gesto experto desabrochan su sujetador y deja su pecho al aire, enardecido  deseando el contacto de sus yemas.

Ella adora ese momento en que su piel se vuelve a pegar a la de él, ese momento en que siente su atípica temperatura corporal contra ella, ese calor que emana de él y se proyecta sobre ella como el sol acaricia en verano la piel a través de una ventana con las cortinas recogidas…
Adora ese momento y lo sueña mil veces, adora y sueña mil veces y ansía otras tantas miles de veces tener su calidez pegada a ella, cuando el día llega a su fín, y se relaja, sola, en su cama, recreando mentalmente cada una de las cosas que sólo él ha sabido hacerle sentir, y que la arrebatan de su serenidad si medita sobre ellas.

Porque siempre ha sido él. Nunca nadie como él. Nunca nadie más y mejor que él. Todo lo que humanamente provocan las miles de sensaciones encontradas que un hombre despierta en una mujer, se lo ha hecho sentir él.

A veces, cuando le ha hablado de eso, él le ha hecho ver que podría tratarse de una simple idealización de su persona, pero ella siempre le había rebatido. No hay idealización en lo que él le inspira. Y si la hay, es porque no se puede tener delante un ser que resulta adorable en todo lo que hace, y no adorarle. Eso no puede hacerlo ella. En todo eso piensa ella.

Piensa en todo eso sobre él mientras él continua explorando su pecho, ya desnudo, y ahora ella comienza a pelear con los botones de esa camisa azul que él lleva, y que tanto le gusta. Sólo faltan dos botones, y la prenda que le impide mecerse en su piel estará fuera, pero él se precipita y se la arranca por la cabeza, sin esperar más a que ella acabe de lidiar con la botonadura.

.- “Arrebatador”; “la delicia en estado puro”. _piensa ella. No podría respirarse más deseo entre ambos. 

Tranquilo, es domingo.

Dice una amiga mía que el domingo es para comer tarde, dormir todo el día, y quejarse de que mañana es lunes. 
Yo me río cuando lo dice, pero tienes más razón que un santo Carol. 
Pero el domingo es para algo más. 
El domingo es para oír la lluvia de enero contra los cristales, desde la cama, arropados en el calor de las sábanas. 
El domingo es para mirar de reojo el despertador y reírse de él. 
El domingo es para despertarse mil veces a lo largo de los minutos que te acercan al mediodía, y cambiar  de postura en la cama, buscando tu cuerpo para hacerse un hueco en él. 
Buscando Mi sitio en el mundo. 
Tu pecho, tus brazos, tu delicioso abdomen acogiéndome en su forma, como si conformáramos un tetris perfecto que sólo tu y yo (y sólo Tu y Yo, juntos, nunca con nadie más), sabemos conjugar. 
El domingo es para notar cómo comienzas a desperezarte, a sacudirte de esa modorra mañanera que impregna la habitación, y empiezas a tomar conciencia de que estoy ahí, a tu lado, desnuda. 
Desnuda desde anoche, todavía oliendo a animal satisfecho, con mi piel empapada en tus jugos desde hace horas. 
Desde que nos devoramos como bestias hasta quedar exhaustos y dormirnos pegados como adhesivo por nuestros sudores, por nuestros fluidos. 
Tomas conciencia de mi piel cálida por el calor de las sábanas y de tu cuerpo, y te pegas a mí. 
Poco a poco. Vas ganando terreno en nuestro lecho. 
Te asomas a nuca, tomándome con tus brazos desde atrás. 
Respiras profundo, desperezando poco a poco tus sentidos de la noche larga. 
Primero tu olfato. 
Hueles mi nuca, mi pelo, detrás de mi oreja... Susurras: 
.- Hueles a hembra follada...mmmmm...

lunes, 28 de enero de 2013

Mi sitio en el mundo


Él y yo tenemos nuestra historia.Una historia vieja, de esas historias que tienen vagón de cola, y por ello son eso,  historias.Somos jóvenes, es verdad, pero hace años que todo empezó, y el camino hasta hoy ha estado plagado de historias, momentos, encuentros, polvos, noches de romanticismo, sexo con sabor animal, sexo vainilla, sexo de día, de tarde y de noche...Sexo de adolescentes, sexo adulto, sexo como único equipaje para navegar por lo nuestro.Me apetece compartir con vosotros, con quienes aquí me leéis, esos momentos en que yo dejo de ser yo, y paso a ser sólo un punto en el universo que se pone en sus manos, que encuentra su sitio en el mundo, cada vez que él la posee, cada vez que el decide mecerla entre sus brazos, o agitarla y trastearla con sus embestidas, según a él, que es como un mar (azul o verde, da igual...decía la canción), le apetezca.Yo, este velero suyo, siempre estará a merced de sus aguas, para la forma en que él quiera hacerla navegar, para que él clave su ancla siempre que desee navegarla, para que coja el timón de este cuerpoy lo dirija hacia cualquier puerto de tantos como a los que quiera transportarme: el de la dulzura, el de la ternura, incluso el del amor más puro, el del sexo animal, el de las ataduras, el de la dominación, el del sexo plagado de obscenidades y sin tapujos... Cualquier puerto. Porque sea el que sea, siempre será mi sitio en el mundo él.Y poco a poco, si queréis acompañarme en este viaje, hablaré de cada uno de esos "puertos", os contaré lo que se puede ver desde cada uno de ellos, cada vez que los navegue.